Uno de los antepasados de Virginia Woolf, un tal William Stephen, a final del siglo XVIII, hizo una gran fortuna en las Antillas. Compraba a la baja esclavos enfermizos, los sanaba, los engordaba y los revendía a muy buen precio. Gracias a esta fortuna, uno de sus descendientes, 100 años después, Leslie Stephen, pudo permitirse el lujo de ser un hombre honorable, crítico e historiador y padre de cuatro hijos famosos. Vanessa, pintora posimpresionista; Adrián, médico; Virginia, escritora, y Thoby, fundador de una sociedad con amigos de Cambridge llamada Los Apóstoles, conocida después como el Grupo de Bloomsbury. A más de uno le gustaría haber tenido un antepasado negrero y que la riqueza hubiera llegado a sus manos purificada por varias generaciones de personas decentes.Más informaciónLa familia vivía en una mansión londinense de Kensington y jugaba a ver quién estaba más loco. De hecho, a Virginia la llamaban la Cabra. Su neurosis le obligó a ensayar varias formas de largarse de este sucio mundo; para empezar se arrojó por una ventana, después tomó cinco gramos de Veronal en un desayuno sobre la hierba y finalmente llenó los bolsillos del abrigo de pedruscos y se introdujo con parsimonia en el río Ouse, como si fuera a recibir el bautizo en el Jordán, pero antes de ahogarse había revolucionado la literatura con varias obras maestras. Las olas, Al faro, Orlando, La señora Dalloway. No tuvo las mismas oportunidades que se les habían concedido a los vástagos varones, pero era la más inteligente y luchó por ser libre entre aquel cotarro de talentos que se instaló en el 46 de Gordon Square, donde celebraban tertulias con tipos como Bertrand Russell, T. S. Eliot, Gerald Brenan, E. M. Forster, John Maynard Keynes y Ludwig Wittgenstein, entre otros especímenes. Pero mientras ellos hablaban de psicoanálisis, de Picasso, de la teoría cuántica, de comunismo y en los ratos libres cazaban mariposas en sus casas de campo, ella soñaba con tener una habitación propia y si bien estaba revolucionando la literatura desestructurando las voces de sus personajes, causaba escándalo no por su talento, sino porque llevaba pantalones de hombre, fumaba en público cigarrillos egipcios, se enamoró de su amiga poeta Vita Sackville-West y daba conferencias, una aristócrata como ella, en círculos obreros. Viajó a países exóticos de Oriente, los criados le subían por la escala de los barcos los baúles cubiertos de lonetas y las grandes cajas para sus pamelas, pero también anduvo a lomos de un pollino por las ásperas y soleadas tierras andaluzas, como haría después su amigo Gerald Brenan.Gertrude Stein (derecha) y Alice B. Toklas, hacia los años 40.Fotosearch (Getty Images)Gertrude Stein era una judía norteamericana, de origen austríaco, absolutamente multimillonaria, que en el París de entreguerras se divertía comprando pintura barata que nadie quería. No solo era coleccionista de pintura, también coleccionaba artistas y escritores. Vivía con su amante Alice B. Toklas y con su hermano Leo en la rue de Fleurus, 27, en el Barrio Latino, detrás de los Jardines de Luxemburgo, en una mansión con un gran jardín cerrado y un pabellón donde colgaban los cuadros y recibía a los artistas. Gertrude era la que imponía su voluntad y su ideal era domesticar a los artistas y escritores como animales de compañía. Tenía una autoestima muy desarrollada que sin duda le vendría de aquella vez que siendo una niña viajaba desde a California en un tren con su familia. Gertrude iba asomada a la ventanilla y hubo un momento en que el viento le voló el sombrero. Su padre hizo sonar la alarma. El convoy se detuvo con gran sobresalto de los viajeros y alguien tuvo de desandar un par de kilómetros hasta recuperar el sombrero de la niña, que había caído en un campo de girasoles. Una vez recompuesto el asunto, el tren se puso en marcha de nuevo.Después de este percance es imposible que el ego vuelva al nivel de los demás mortales. Ninguno de los artistas y escritores bohemios a los que alimentaba tenía el valor de contradecirla. Odiaba a Joyce porque le disputaba la vanguardia. Amaba a Hemingway, de quien sabía sus debilidades y carencias pese a los alardes de macho alfa que ejercitaba, compadecía las borrascosas borracheras de Zelda y Scott Fitzgerald, toleraba la locura de Ezra Pound.Las rencillas tenían su escenario en aquel pabellón, donde los celos de Picasso y Matisse tenían su representación durante las meriendas. La señora Stein había comprado a Matisse un gran cuadro titulado La joie de vivre, una absoluta obra maestra. Picasso acaba de pintar Las señoritas de Aviñón. Se trataba de luchar hasta desbancarse mutuamente del corazón de aquella mujer. Picasso no cejó hasta conseguir que la Stein vendiera el matisse y en su lugar colocara su cuadro, origen del cubismo. Ella como escritora quería llevar el cubismo a la literatura y si bien literariamente solo se la recuerda por aquello de “una rosa es una rosa es una rosa es una rosa”, lo cierto es que esa nariz tan larga con la que la pintó Picasso en su famoso retrato tenía tanto olfato como para saber qué clase de genios eran aquellos borrachos de Montparnasse que iban a revolucionar el arte. Sintió el placer de descubrirlos y comprarlos cuando eran despreciados por los demás.

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