El amor es tan prolífico que también permite amar a una ciudad. Al principio, lo de Mario Vargas Llosa con Barcelona fue un flechazo, una fulgurante señal. Fue en Barcelona donde al premio Nobel de Literatura peruano, fallecido el pasado domingo en Lima a los 89 años, se le reconoció por primera vez que su sueño más íntimo —el de ser escritor— podía convertirse en realidad.Sucedió el sábado 7 de marzo de 1959, cuando la editorial Rocas le concedió el Premio Leopoldo Alas de Narrativa Breve por su relato Los jefes. En la revista Destino lo describieron como un joven estudiante de “entre 20 y 22 años, que se halla en Madrid pensionado por el Gobierno de Perú a efectos de conseguir el Doctorado de Filosofía y Letras”.La editorial Rocas le dio 10.000 pesetas y le publicó su primer libro. “Me siento importante, famoso, inmortal: el hombre es débil, mediano, la negación de la grandeza. Recibe la palmada convencional del más oscuro repórter, del más oscuro diario catalán, sobre el más oscuro concurso —hay aquí mil concursos semanales, como sabes— y se ancha y ensoberbece como un pavo real”, escribió Vargas Llosa en una carta a su amigo Abelardo Oquendo.Después, paso a paso, fue llegando el amor fecundo por Barcelona, el que iluminó el boom de la literatura hispanoamericana. Sucedió primero de la mano del editor Carlos Barral y de la agente literaria Carmen Balcells después. Formaron una extraña y audaz alianza, un trío tan enamorado de la literatura que consiguió reinventarla.“Entusiasmo desenfrenado”A primeros de los sesenta, Vargas Llosa estaba harto de que el manuscrito de su nueva novela fuera rechazado por diferentes editoriales. Hasta que decidió enviarla a Seix Barral por consejo del hispanista Claude Couffon, quién le había explicado que su director, Carlos Barral, estaba “tratando de publicar literatura moderna, de abrir mucho ese mundo un poco enrarecido de la literatura española de aquellos días”, según recordó una vez el propio novelista. Así lo hizo, y en 1962, Seix Barral le concedió el Premio Biblioteca Breve por La ciudad y los perros, una novela tan transgresora y llena de rabia que rompió las costuras de la narrativa hispanoamericana.Parte del contrato entre Vargas Llosa y Carmen Balcells, añadida, con carácter retroactivo, al contrato original, y publicado con el permiso de la Agencia Literaria Carmen Balcells.

Barral recuerda en sus memorias que la lectura de ese libro “había sido la mayor y más agradable sorpresa como editor: era el más importante manuscrito que yo había visto nunca”. También rememora que al acabar de leerlo le “entró una especie de entusiasmo desenfrenado”.Pero la senda que llevó a su publicación no fue nada fácil. Consiguieron sortear la censura española gracias a la perseverancia de Barral, del propio Vargas y al buen hacer del profesor, filósofo y crítico José María Valverde, que había sido compañero de carrera de Carlos Robles Piquer, director General de Información y Turismo y jefe de censura. Tras leer la novela, Robles accedió a publicarla con la condición de que se cortaran unos cuantos párrafos —que no afectaban al núcleo de la historia, según confesó su autor después— y en cuanto pudo Barral los volvió a incluir en las nuevas ediciones sin informar a las autoridades pertinentes.Ese tipo arrojo fue determinante. Barral se sentía sobre todo poeta, pero su “apellido industrial”, en su propia definición —la editorial que dirigió, cambiándola de arriba abajo, era una vieja empresa familiar— le había “investido de un cierto poder literario”. Y el premio a la obra de Vargas Llosa llevó a su editorial a transformarse en “un puente literario transatlántico”, según Barral. Fue una de las plataformas más firmes de unión entre la nueva y rompedora literatura latinoamericana con Europa y su ecosistema editorial y cultural.A todos estos asuntos estuvo muy atenta Carmen Balcells, que desde 1960 trabajaba en Seix Barral gestionando traducciones y derechos en el extranjero. Entonces, en otro movimiento inusitado, Balcells decidió que para que esa literatura floreciera los escritores necesitaban dinero para dedicar tiempo a su arte y no a trabajos para malvivir. “Con una visión única revolucionó el sector, apostando por representar a los escritores en lugar de los editores”, explica al teléfono Maribel Luque, de la agencia Balcells.Mario Vargas Llosa con Carlos Barral, en camello en Las Palmas de Gran Canaria. Así lo hizo. En un clima de confianza —Balcells fue después representante de la propia obra del Barral poeta, memorialista y ensayista—, la catalana le explicó los planes a su jefe “y este entendió (era, claro está, el único editor que hubiera podido entender una cosa así) y le devolvió la libertad y aceptó que, a partir de entonces, los contratos de edición los firmarían los autores, sí, pero las condiciones de cada contrato las discutiría la editorial con ella”, reveló Vargas Llosa.Cambio de reglasEl resto de la historia ya se sabe. La garra de la agente literaria arrancó a Vargas de la tranquila vida como profesor en el King’s College y lo lanzó como escritor. En 1970 Balcells se presentó en la puerta del domicilio londinense para convencerlo de que debía dedicarse exclusivamente a la literatura y que la mejor forma de hacerlo era mudándose a Barcelona —a su vera, bajo su radar— con su mujer Patricia y sus dos hijos Álvaro y Gonzalo.La Fundación Germán Sánchez Ruipérez entrega el I Premio Fernando Lázaro Carreter al escritor Mario Vargas Llosa (en la imagen, junto a la editora y mecenas literaria Carmen Ballcells).Bernardo Pérez TovarMorgana, la pequeña de la familia Vargas Llosa, nació ya en la ciudad condal, porque Balcells consiguió lo que se propuso. Buscó colegios para los niños, un piso para la familia —primero en la calle Balmes, después en la calle Osio, número 50, en el barrio de Sarrià, a dos calles de otro escritor destellante, Gabriel García Márquez—, igualó a Vargas Llosa el sueldo que tenía como docente en Reino Unido y lo sentó a escribir su arte. “Carmen consiguió cambiar las reglas del juego, y consiguió que los editores lo aceptaran al tener detrás la fuerza de autores como Vargas Llosa o García Márquez”, subraya Luque.El autor hispano-peruano lo agradeció siempre. Y fin y al cabo, era un hombre enfebrecido por la literatura y sus circunstancias. Barral lo recordaba trabajando “como un poseso”, según relata Xavi Ayén en Aquellos años del boom, (RBA, 2014). Ayén explica también que Vargas Llosa y Barral tenían una gran sintonía, llena de chistes privados: alguna vez se escribían cartas imitando el catalán antiguo de Tirant lo Blanc, la novela de caballerías de Joanot Martorell, un libro del siglo XV.Antes y después de establecerse en Barcelona, el futuro Nobel pasó largas temporadas en el hogar de los Barral en Calafell, frente a la playa, y también en el bar que montó el poeta a pocos metros de su casa, L’Espineta. Allí vivieron cenas con sobremesas tan largas que alguna vez veían el sol salir desde debajo del mar. Pero a las pocas horas, ahí estaba Vargas Llosa volviendo a la escritura, otra vez.Danae Barral, hija del poeta, ha explicado al Diari de Tarragona que en una de sus visitas el escritor hispano-peruano les trajo un pequeño ocelote, una especie de gato salvaje. Como buenos letraheridos —ahora ya para siempre— decidieron bautizar al cachorro con el nombre de Amadís de Gaula.

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