Todos sabemos que el tabaco es malo y el alcohol también, que los alimentos procesados aumentan el riesgo de obesidad, diabetes o depresión, que el ejercicio físico es una medicina para el cuerpo y la mente y que es mejor no abusar de la carne, ni mirar pantallas antes de ir a dormir; que el sol es necesario por la vitamina D, pero lo justo, porque si no da cáncer e, incluso, que el estrés que suframos antes de concebir a nuestros hijos puede hacer que crezcan menos sanos.Alrededor de todo este conocimiento, producido en centros médicos y universidades, se ha creado una industria gigantesca, de más de seis billones anuales —mayor que la industria deportiva o la farmacéutica—, en la que hay nutricionistas que venden suplementos que nos advierten de los malos consejos de otros nutricionistas, entrenadores que nos recomiendan hacer deporte por la mañana y evitarlo por la tarde, y clínicas de estética que prometen devolvernos la juventud con el cóctel adecuado de hormonas.La cultura del bienestar tiene muchos beneficios, pero la inabarcable cantidad de consejos, a veces contradictorios, y la exigencia de que cada uno se convierta en su mejor versión, siempre inalcanzable, ha llevado a que se empiece a hablar del wellness burnout (cansancio del bienestar) y a que algunos pensadores animen a reflexionar sobre el sentido de esta lucha infinita contra la fealdad, la vejez y la enfermedad.En su libro de autoayuda contra la autoayuda La Voz del Oráculo, la historietista Liv Strömquist arremete contra la industria construida en torno a los mandatos de pasárselo bien y estar guapos para después poder presumir de ello en las redes sociales. Citando al filósofo esloveno Slavoj Zizek, recuerda cómo esa diversión eterna de los reels de Instagram requiere que se aniquile la espontaneidad. Para tener un bienestar verdadero del que disfrutar, es necesario someterse uno mismo a todo tipo de regulaciones. Hay que comer la cantidad justa de determinados alimentos a la hora adecuada, hacer crossfit o running y utilizar los suplementos adecuados. Esa idea de meterse a uno mismo en la rueda del hámster lo llama Zizek “ascetismo hedonista” y opina que “no hay nada más miserable que esas parejas jóvenes que organizan su vida para disfrutar”.Más informaciónLa cultura del bienestar ha hecho que para muchos sentirse feliz deje de ser un objetivo para ser un medio. Hay empresas que ofrecen servicios de bienestar a otras compañías para que sus empleados sean más productivos, y las redes están repletas de personas que trabajan hasta la extenuación para parecer más guapos y felices como parte de su marca personal que después explotan aconsejando a otros cómo lucir bellos y disfrutar de la vida.En un artículo publicado recientemente en el Financial Times, la baronesa Camila Cavendish lamentaba que parecer exitoso era más fácil antes. Bastaba con decir que se trabajaba mucho, que se tomaban aviones continuamente o se poseía un coche de lujo. Ahora, dice Cavendish, “el yoga, el ayuno, el entrenamiento de fuerza y el azúcar en sangre se están volviendo esenciales en la charla de cualquier gerente medio” y “los verdaderamente ricos pueden presumir con la terapia de ozono, las cámaras hiperbáricas o los test genéticos”. “Para tener éxito de verdad en el mundo de hoy, debes estar completamente agotada por todas las horas extras que has dedicado a evitar la mortalidad”, concluye.Evitar la muerte, junto a pasárselo bien y estar guapos, es el otro gran objetivo de la cultura del bienestar. A falta de que los ingenieros e inversores que se han hecho millonarios creando empresas tecnológicas logren el sueño de la inmortalidad, morirse es algo inevitable, pero los humanos llevan milenios mostrando su ingenio para quitarse esa idea de la cabeza. Pese a que todos sabemos desde muy temprano que dejaremos de respirar, la muerte sigue siendo la noticia más sorprendente de todas las previsibles.Despreciada por muchos la opción de una vida eterna garantizada por Dios, la cultura del bienestar proporciona varios mecanismos para fingir que es posible escapar a la mortalidad. Por un lado, se identifican las causas de cada muerte individual y se asocian a un estilo de vida. Si no hubiese fumado, si hubiese hecho ayuno intermitente, si no fuese tan sedentario, si hubiese comido más verdura… Y se intenta así olvidar que la muerte es inevitable. Además, la ciencia sigue proporcionando datos sobre cómo retrasar la muerte y nos permite añadir actividades a nuestra rutina diaria que nos deja menos tiempo para pensar en nuestra naturaleza finita. Como pinta Strömquist citando a Zygmunt Bauman, “luchar contra las causas de la muerte se convierte en el sentido de la vida”.La ilusión de que tenemos algún control sobre la muerte es parte del éxito de la inteligencia humana, que hizo curables enfermedades antes mortales. La inteligencia permite, en palabras del filósofo Javier Gomá, identificar los instrumentos más adecuados para conseguir un fin previamente dado y de usarlos con habilidad y eficacia. Las figuras del científico y el empresario son los dos mejores ejemplos del hombre inteligente, ese tipo de individuos, como los magnates de Silicon Valley, que han hecho millones con métodos de pago online o sistemas de inteligencia artificial y creen que su ingenio les servirá también para matar a la muerte.En un artículo publicado en EL PAÍS en 2011, Gomá advertía de que el progreso que nos proporciona la ciencia y la tecnología adquiere una perversa autonomía que coloniza nuestra vida ordinaria de tal forma que es necesario un esfuerzo para recordar para qué madrugamos o trabajamos. Frente a la tendencia expansiva de la inteligencia, que la alianza entre ciencia y mercado excita aún más, el sabio, escribe el filósofo, se ve obligado en determinados momentos a cerrar la caja de herramientas y detener el progreso.Ahora, Gomá plantea el dilema que envuelve la cultura del bienestar. “Me gusta decir que no necesitamos una ética para distinguir entre el bien y el mal, porque ya sabemos cuál de los dos hay elegir. Lo verdaderamente difícil, lo éticamente interesante, es distinguir entre el bien y el bien, dos opciones buenas”, explica. “La salud, el bienestar, la vida saludable en general son indudablemente objetivos buenos, pero hay un riesgo: el totalitarismo del bien”, continúa. Cuando todo se instrumentaliza al bien, todo está al servicio de ese fin superior, y “como el bien es en principio algo deseable, se consiente en que ejerza un dominio absoluto sobre la propia vida, instrumentalizando cada rincón, planificando cada momento, haciendo de cada uno algo así como un esclavo de sí mismo”, remacha.El problema, señala el filósofo, es que la vida humana, incluso con toda la ayuda de la ciencia y la tecnología, es incontrolable y está sujeta al azar y todo intento de dominio absoluto es inútil y conduce al fracaso. “Por eso, además de esa razón calculadora que todo lo controla, es necesaria una especie de ingenuidad, una confianza, que es propia del sabio. Y sabio es quien, de vez en cuando, se declara en huelga general respecto a sí mismo y se resiste a ese totalitarismo del bien”, concluye.Ramiro Calle, pionero en la enseñanza del yoga en España, denuncia que “la mayoría de los productos que se comercializan para el bienestar solo tienen como intención hacer caja”. “La obsesión por el bienestar se ha extendido a todas partes, se han vuelto a llenar los gimnasios, y el yoga se ha prostituido, y se utiliza solo como un método para sudar y tener el culo prieto”, afirma. Y añade: “La obsesión por la salud y por la belleza crea mucha frustración, que es la gran enfermedad de la sociedad actual, porque nos hacen promesas constantemente y nos despiertan expectativas que no podemos cumplir, todo eso acaba después en el abatimiento, la desidia, la rabia, la depresión”.Calle advierte también frente al riesgo de dar la espalda al envejecimiento y la muerte. “Es signo de salud mental saber que envejecemos, que somos finitos y moriremos”, asevera. Y también señala al ego y la competitividad como venenos para el bienestar. La lucha por el estatus, en la que, como recordaba Camila Cavendish, el gimnasio o el yoga desempeñan ahora un papel clave, es para Calle “una forma de alimentar el malestar y no al contrario”. La cultura del bienestar o, al menos, una parte importante, trata de distraernos de nuestra condición mortal y de azuzar la competencia por ser más guapos y felices que los próximos, y eso genera desazón.El éxito de la cultura del bienestar y la industria inmensa que ha crecido a su alrededor es indicio sobre todo de una necesidad de respuestas sobre los asuntos existenciales. Siempre que hay una necesidad, aparece un producto en el mercado que promete cubrirla, aunque muchas veces no lo haga. Dada la complejidad de la vida humana, no es extraño que muchas soluciones a nuestros problemas existenciales sean paradójicas. En su libro de autoayuda contra la autoayuda, Strömquist arranca con un decálogo que, cuando el cansancio del bienestar nos agobie, se puede compaginar con los más ortodoxos del ascetismo hedonista: pierde el control sobre cómo te sientes, pierde el control de tu cuerpo, pierde el control de tu vida amorosa, no sigas ningún consejo, dale más a los demás de lo que recibes, no tengas objetivos personales, sal a tomar el aire.

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