Cuando llego, puntual, a la cita en la taberna del Alabardero, frente a la puerta de artistas del Teatro Real de Madrid, Suárez ya lleva un buen rato esperando acodado en un velador con una copa de vino tinto y charlando con el fotógrafo. Es la una de la tarde de un día sofocante, pero el aire acondicionado hace su trabajo y el entrevistable luce cual pincel recién salido del estuche: pantalón de loneta, camisa de hilo blanco, de cuyo bolsillo asoma un bolígrafo y la patilla de unas gafas de cerca, y unos zapatos azules que mostrará, coqueto, luego. Como primera medida, advierte de lo que me espera. “Mi vida es variopinta, todo lo que quieras, pero ya me la sé y me aburre”. Será a él, porque, en directo, su relato a veces hipnotiza y a veces desternilla. Lo que sigue es solo un intento de atrapar el aire de una conversación que, además, por un fatal percance técnico, la grabadora solo registra a medias. “Invéntatelo, así me harás más interesante”, recomienda. No le hago caso. ¿Cómo se presentaría a alguien por primera vez? Para mí siempre es todo por primera vez. Con la edad, no existe el tiempo, no hay antes ni después. ¿Desde cuándo le pasa eso, ha habido un hito, un umbral? No lo sé con precisión. Más que un umbral, ha sido un tropezón, de repente. Yo ni me acordaba, porque no entiendo de números, pero, de repente, empiezan a poner de relieve que eres nonagenario, y de eso a tropezar, solo hubo un paso. Algo que podía parecer teórico: eso de qué rápido pasa el tiempo, se ha convertido, a los 90, en la certeza de que la vida es este instante, aquí y ahora. Lo de antes es recuerdo, y lo de después, incógnita. Por eso me doy a la bebida. ¿A partir de mediodía? Sí, pero no por prescripción facultativa. Yo creo que he sobrevivido a mis amigos alcohólicos del cine porque hacía deporte y empecé a beber y a fumar tarde. Me invitaban a comidas de la nouvelle vague, donde todos eran muy ilustres, menos yo, y yo venga a decir: “No, gracias, no fumo; no gracias, no bebo”. Hasta que un día, a los 33 años, con el actor Maurice Ronet, en París, cogí la primera copa. ¿De vino? No era de vino. Luego, me pasé al “Johnnie Walker etiqueta negra en vaso corto con agua y sin hielo”, que es la única frase de película que me sé, porque, claro, los niveles de [Sam] Peckinpah y otros compinches, eran los que eran y había que entenderse. Ahora solo bebo vino, pero, vamos, nunca me ha sentado mal el alcohol. Mal de perder los papeles. Siempre era yo el que llevaba a quien fuera a casa, o a la acera de enfrente. Gonzalo Suárez, tinto en ristre, en la Taberna del Alabardero, de Madrid.Bernardo PérezLos 33 de su primera copa eran la edad de Cristo al morir. ¿Hay ahí una señal? Desgraciadamente no tengo ninguna creencia. Es más, cada vez menos. No me da tiempo a creer en nada. Y, sobre todo, no creo en Dios. Nadie, nunca, ni los sabios de antaño, me han respondido a la pregunta esencial. Todo son rodeos, metáforas. Entonces, para saber que no sé nada, ya sé demasiado. ¿Y cuál es la pregunta esencial? Me has pillado. Bueno, supongo que sería ¿esto, para qué?, ¿qué hay después? Y sospecho que nos va a pasar lo que nos pasaba antes, porque hemos estado muertos mucho tiempo antes de nacer. Sus entrevistas podrían publicarse mañana, se lo digo como lectora y periodista. ¿Le puedo llamar colega? Sería un honor, es más, te lo propongo. Somos en cierta manera compañeros de oficio, porque la realidad puede ser ficción, y la ficción, realidad, no veo los márgenes. Y, sí, mis entrevistas podrían publicarse mañana, estoy de acuerdo. ¿Es peor ser vanidoso o falso modesto? Lo que hago es que no miento. En ese libro hay sensaciones, una especie de inocencia, asombro, estupor, una frescura que temo haber perdido. Y eso siempre está vigente. ¿Uno deja de ser periodista? No, uno no deja de serlo nunca. Aunque soy un hombre de ficción: opté por ella porque no me gusta la realidad de las guerras y las bombas, y sigue sin gustarme, lo que me gustaría es volver a ser yo el entrevistador. Del periodismo, me gusta la entrevista. Lo que me gustaría ahora mismo es entrevistarte a ti. Al fotógrafo, no, porque luego me tiene que hacer la foto y quiero salir guapo. ¿Y cuál sería su primera pregunta? Qué difícil. Sería tentador investigar, por aquello del detective privado de las películas, pero lo que me apasiona de la entrevista es lo que puede surgir en ella, como en el deporte: ¿por qué entró el balón por el ángulo izquierdo y, tirado un centímetro más allá, se hubiera ido fuera o a poste? Pues esa especie de vértigo del encuentro con el otro, que ocurre también con el cine. O en el arte. Ese impresionismo. Esa frescura. Ese dejarte llevar por el acontecer. ¿Qué hace falta para ser buen entrevistador? Conocer gente. Querer conocerla. Que suceda algo. Me gusta seleccionar a la víctima entre gente interesante. Aunque también sería muy interesante encontrar a alguien que no tuviera ningún interés. ¿Alguien normal? No lo llamaría normal. Todo el mundo sabe mucho de todo. [Le suena el móvil. Lo coge. Y se disculpa] Perdón, es mi hija Silvia, la que sabe y la que manda. ¿Manda mucho? Sí, porque es la que entiende de tecnología, y a veces tengo que recurrir a ella. Por ejemplo, mira [me enseña el móvil]: cuando abro WhatsApp, me salen cosas extrañas, me han invadido el teléfono de publicidad, me sale una cosa que se llama mata, o mota, o algo así. ¿Meta? Eso, y yo ya no la meto desde hace tiempo [el fotógrafo y yo estallamos en carcajadas]. Perdón, perdón, es que me salió del alma. Bueno, no del alma, sino de un poco más abajo, pero bueno. ¿Qué le sugiere la expresión inteligencia artificial? Me resulta sospechosa una inteligencia que no hace preguntas, reduce sus datos a respuestas y suplanta el pensamiento. El 30 de julio cumple 91 años. ¿Lo va a celebrar? Pues, desgraciadamente, tengo un viaje a Asturias que yo quería posponer, porque estoy escribiendo, y es mi último reducto, y me da un poco de pereza el viaje y el contubernio este de los cumpleaños, pero sospecho que lo celebrarán allí conmigo de cuerpo presente y estaré encantado de reencontrar a la familia. Siempre concede las entrevistas en este restaurante. ¿Es su segunda casa? Sí, quedo aquí para todas las entrevistas porque me tratan bien, son muy amables, está cerca de casa y para ahorrarle a mi mujer la lata de, oye, Hélène, que viene no sé quién y que se preocupe. Anne-Hélène Girard, su única mujer. ¿Cómo evoluciona una relación de tantos años? Son 66, ya. Pues remando juntos. Sorprendentemente, no me arrepiento. Pero es verdad que la familia, y no digamos ya los cuatro hijos, y los nietos… Evidentemente me siento responsable, y les tengo afecto, y hemos tenido suerte, pero… Ese pero, esos puntos suspensivos, es un lastre. Un lastre para navegar a fondo perdido, porque tienes que llevarlos a buen puerto hasta que navegan solos. Eso es indudable. Pero, mira, eso no me ha gustado decirlo, porque nunca me he quejado. ¿Puede que la familia sea a la vez un lastre y un salvavidas? Por supuesto. Y, llegados a este punto, ante la duda, que sea Hélène la viuda. ¿Qué echa de menos y qué echa de más a estas alturas? Lo que echo de menos es jugar al fútbol como interior izquierdo y marcar un gol que entrara con la zurda por el ángulo derecho. De más, nada. Su libro se llama La suela de mis zapatos. ¿Puedo ver los que lleva puestos? [Los enseña: de cordones, azul ni celeste ni marino, elegidos con mimo] estos. Me da que es un hombre coqueto. Me gusta gustar a los que me gustan. Dicen de usted que es el hombre que todo lo hizo antes. ¿Se siente más profeta o más hereje? Nadie hizo nada antes de nada ni antes que nadie, todo es de repente, y sigue siéndolo. No soy nada de eso. En cuanto he tenido la sensación de haber llegado a algo en algún campo, he salido pitando. No ha habido respuestas a lo que busco. Pero quita esto, que me está saliendo tonito. No me negará que su vida es extraordinaria. Siendo la única que tengo, no tengo comparación posible. Bueno, comparada con la vida de los hombres y mujeres de su generación. Toda generación acaba en degeneración. ¿Y cómo le va la vida, digo el instante? No quiero detener el tiempo, pero sí que durara un poco más todo esto. VIDAS DE GONZALOPintor, escritor, cineasta, periodista, actor, ojeador de futbolistas. La vida de Gonzalo Suárez (Oviedo, 90 años) daría para varias temporadas de una serie, pese a que él se limita a calificarla como “variopinta”. Hijo de un catedrático de francés al que la Guerra Civil pilló dando clases en Madrid, e hijastro de la segunda pareja de su madre, el futbolista Helenio Herrera, Gonzalo no fue al colegio hasta los 10 años, pero recuperó con creces el tiempo perdido. Tras exiliarse en París, en 1958 llegó a Barcelona, donde ejerció el periodismo bajo el pseudónimo de Martin Girard, apellido de su esposa, Anne-Hélene, y publicó en La Vanguardia y El Noticiero Universal, entre otros periódicos las crónicas y entrevistas que ahora recoge el libro La suela de mis zapatos. Para hablar de su carrera cinematográfica, con títujos como Remando al viento y El detective y la muerte; y de la literaria, con libros como La musa intrusa o El cementerio azul, haría falta otra pieza. 

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